La destrucción

 

Cualquier indicio que marque el comienzo de esta comunidad es puro bluf. Careciendo de historia, lo único que se puede asegurar con certeza, es que un pequeño grupo de estos individuos se instalaron en estas tierras hace ya muchas lunas y que desde entonces, valiéndose de un esfuerzo constante, colaborador e incluso se podría asegurar que sobrehumano, desarrollaron su mundo, superando los pequeños problemas habituales que surgen en toda sociedad.

No se sabe a ciencia cierta si cada individuo era consciente de su propio rol, pero que para cumplirlo ponían instintivamente su vida en riesgo, es indiscutible. El trabajo era arduo, pero los resultados no dejaban dudas referentes a las metas esperadas. Las trabajadoras recolectaban el alimento, cuidaban la prole, ampliaban la ciudad, reparaban cualquier falla en las diferentes avenidas y se encargaban del aseo, mientras que los soldados estaban prestos a defender la comuna de cualquier enemigo e incluso, en épocas de paz, a involucrarse en la caza de animales para surtir otro tipo de alimentos que la recolección generalmente no daba.
La ciudadela, si es que se puede llamar así, estaba cruzada por avenidas y senderos por donde la movilización era sincronizada, casi perfecta. Un millón de individuos, que era más o menos la población actual, podían maniobrar adecuadamente en cualquier momento del día, sin embotellamientos, ni desórdenes de agrupamiento. El trajín diario, era monumental pero silente, y entre todo ese ir y venir interminable, la comunicación era parca pero eficiente.
La rutina anual era instituida por las dos estaciones que se turnan invariablemente en los trópicos. La época seca, donde las labores de todos los individuos alcanzaban un máximo y donde se insinuaba la inexistencia de los momentos muertos o de descanso. El otro período era la estación lluviosa, donde los ríos, riachuelos o simplemente las quebradas de invierno, no permitían la movilización hacia ninguna parte. La ciudadela estaba muy bien construida, por lo que los efectos del agua, pasaban casi desapercibidos. Sin embargo, la Naturaleza gusta no solo de crear vida, sino que también de destruirla y así, ocasionalmente, causaba desmoronamientos en alguna de las grandes avenidas, lo que obligaba a la comunidad a invertir horas y horas de esfuerzos en esas reparaciones.
Puede parecer una mentira o puede parecer ilógico, pero entre aquellos individuos, no había querellas. Todo se manejaba en la calma sutil del bien común. Nadie hubiera imaginado a alguno queriéndose adueñar de un algo más que otro. Todos se respetaban y cuidaban entre sí. Eran como una gran familia donde no existen los intereses egoístas. Muchas profesiones que se desarrollan en el planeta eran inimaginables en esta pequeña comunidad de poco más de un millón de individuos. Abogados, políticos, mercaderes, científicos… bueno, ni médicos eran requeridos, pues la sana alimentación y el ejercicio mantenían en aquellos cuerpos, una salud envidiable. Tampoco se requerían los guías espirituales, porque vivían todos para un ser, al cual adoraban, sin intermediarios, e inconmensurablemente: su reina. Todo individuo tenía en su yo interior, un mandato genético, incuestionable y magnético hacia ese ser, que no solo le había dado la vida, sino que regía su destino de una manera total.
Pero como se mencionó anteriormente, la Naturaleza es, magnánima y cruel. Permite el desarrollo de la vida, pero también, la aniquila. Es el famoso devenir de la historia. Toda especie evoluciona, se desarrolla y al final desaparece. No hay nada que escape a esta norma cósmica.
Una mañana, la comunidad se despertó ante una destrucción total. Quiso enfrentar la amenaza, pero no pudo. Aquello estaba totalmente fuera de sus posibilidades. Años de arduo trabajo fueron destruidos en minutos. Los soldados corrían como dementes, queriendo afrontar la desgracia, pero no lograban nada. Quizás escrutando cada cabeza de cada individuo se hubieran podido descubrir algunos rasgos de rabia, asombro y tristeza. La incapacidad de luchar contra aquello era desoladora y la muerte era lo único obvio que aparecía en el horizonte. Muchos morirían pero también existía la posibilidad de que algunos sobrevivieran. Estos podrían tener un nuevo amanecer y con ahínco podría encontrar nuevas tierras, donde el esfuerzo comunal podría reconstruir un hormiguero tan grande y eficiente como el que les acababa de destruir un hombre, que tras una pala mecánica, realizaba excavaciones para levantar una casa de habitación.

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